Jóvenes y basura
A la falta de pensamiento político los jóvenes han opuesto la importancia del estilo. A cambio de no poseer compromiso ideológico han exaltado el valor de la actitud. Hasta cierto punto es verdad que los jóvenes están despolitizados colectivamente. Pero más allá de este punto emerge otra verdad: los jóvenes pelean por procurarse una identidad individual.
Cunde hoy una subcultura emparentada con algunos faldones del 68 y más atrás con el romanticismo libertario que caracteriza al sector más activo y que podría verse como un movimiento. ¿Un movimiento que funda un colectivo de lucha? Nada de esto. Se trata precisamente de un 'individualismo expresivo' según la definición de Bellah y sus colegas en Hábitos del corazón. Un individualismo que trata de afirmarse no para conseguir nada de afuera sino para defenderse de caer en la ciénaga de la aborrecida sociedad actual.
A estos jóvenes airados no les interesa lo social. Contra la tendencia a la homogeneización de usos y productos culturales oponen la hetereogeneidad, contra la globalización y el holismo enarbolan la diferencia y, ante la cohesión, la difusión. Son enemigos de las ideas claras y el chocolate espeso. Sus músicas, sus ropas, sus amigos, sus lenguajes, son mixtura. La orientación de sus vidas, caso de existir, les llevaría a cruzar fronteras, razas, sexos en una elección de amistarse con el caos.
¿El desorden? 'El desorden es el orden menos el poder' puede leerse estos días en un muro de la exposición destroyer en el recién inaugurado Palais de Tokyo de París. Allí, en un inmenso recinto en dos niveles, el arte se ha entregado a ser residuo y el residuo se alza como arte total, un arte sin los fines del arte, sin su atracción o sus viejas denuncias. El arte -o lo que sea- discurre como cualquier cosa y no para gustar. Lo marginal pasa a ser central y lo central queda disgregado en materiales mezclados propios de la basura. Es decir, la basura en cuanto gran mixtura se eleva a insignia de la posmodernidad. Una estética de la fusión y la pobreza, la fuerza de lo apartado de la vista como una amenaza contra el confort.
Pero estos jóvenes ya no aspiran, como sus antecesores rebeldes, a transformar la sociedad. Pasan de ella. Frente a las cuestiones de carácter social proclaman la liberación particular, ante el pensamiento único, el pensamiento abierto; en vez de la réplica, la innovación; en lugar de la adaptación, las adopciones; en sustitución del cambio rápido, la evolución lentificada. No confían en el progreso y no tienen nada que ver con las conocidas formas de agrupamientos rupturistas que extraían su eficacia de la cooperación de clase. La libertad no se demanda ahora para salvar a una determinada clase social y, posteriormente, al mundo, sino sólo para salvarse a sí mismos. Ser libres para ser yo. La libertad no será, pues, una liberación social, sino una liberación de lo social.
Este 'individualismo expresivo' aparecía antes como un carácter de la clase media alta, pero ahora el grupo que más lo representa se ha conformado con una notable proporción de chicos y chicas de extracción obrera cuyas elecciones y estilos han llegado a convertirse en referencias de moda. El restaurante del Palais de Tokyo es un espacio calcado de un destartalado comedor de empresa y el guardarropa adquiere el estilo de un mercadillo suburbial.
Las clases se funden en la estética destroyer como si no hubiera clases. Los dominadores son vistos como escorias morales, mientras los jóvenes automarginados, vestidos de 'alternativos', son contemplados desde las instituciones como una materia a reciclar. Basuras de un lado y de otro en una sociedad adentrada en la incomunicación de la comunicación. El arte, la política, la ciencia, el terrorismo, son del orden del desastre. Pero el arte -o lo que sea- que se expone por las salas occidentales en boga, desde Nueva York a Berlín, desde París a Londres, se encuentra inspirado en el mismo lema: la sociedad es detritus, el mundo un basurero y sólo cabe así el irónico incendio de los desechos y la extrema fuga individual.
Vicente Verdú. El País, 1 de Febrero del 2002
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